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Renovando una tradición. Hermenéutica crítica de las “crisis” en la antropología social

Rodrigo A. Llanes Salazar[1]

Licenciatura en Antropología Social Facultad de Ciencias Antropológicas Universidad Autónoma de Yucatán

Introducción

El presente ensayo es un intento de abordar mediante una hermenéutica crítica algunas «crisis» de la antropología social mexicana. Ante tal objetivo, inmediatamente surge la pregunta, para qué reflexionar sobre nuestras crisis? O aún más, a qué tipo de crisis nos enfrentamos? ¿Se trata acaso de una situación pre o poli paradigmática o de alguna especie de quiebra política?,¿necesitamos un nuevo paradigma? Debo admitir que mi argumento se encamina hacia otra dirección. Sugiero que actualmente no nos enfrentamos a una crisis específica, sino con diversas crisis originadas en distintos momentos históricos, que hoy hemos heredado en forma de valores, normas, actitudes, representaciones, intereses, preocupaciones e incluso prejuicios, que afectan nuestra práctica profesional. De ahí mi interés por una aproximación hermenéutica a tal complejo simbólico. Pero mi esfuerzo no pretende ser únicamente comprensivo, sino también crítico, pues además de ubicar en sus horizontes históricos a cada crisis que hemos enfrentado, me interesa proponer alternativas desde nuestro horizonte actual. Un acercamiento de horizontes con miras a mejorar nuestra práctica.

En seguida debo reparar que una aproximación hermenéutica a la misma antropología no es nada novedoso. Ángel Palerm fue un pionero en esta ruta. Es bien sabido que uno de los proyectos a los que Palerm dedicó más empeño fue al de la historia de la etnología, que usó tanto como un recurso didáctico como teórico. Palerm consideraba que la etnología era un fenómeno complejo conformado por «un conjunto de valores, actitudes, preocupaciones e intereses de los etnólogos» (Palerm, 2006 (1974:12), y al tener tal carácter de fenómeno cultural, le resulta aplicable la teoría y método de la misma etnología (Palerm, 2004 1977); Vázquez, 1998: 178). Fue en este sentido que, como señala Luis Vázquez, Palerm «vislumbró una aproximación hermenéutica a la ontología de su disciplina» (Vázquez, 1998: 178).

Por otro lado, dentro de este entramado de valores, actitudes, preocupaciones, intereses y prejuicios, considero que nos encontramos con una tradición que consiste en reflexionar sobre nuestras propias crisis, tradición que ha tenido expresiones meta-antropológicas tanto formales -publicaciones, seminarios[2]– como informales. Se trata de una tradición que estuvo muy viva en la década de los setenta del siglo XX, y que pienso podría sintetizarse en la pregunta antropología, al serVicio de quién? cuestión apoyada en corrientes teóricas afines al marxismo y a los movimientos de liberación y antiimperialistas.

hermeneutica-critica-de-las-crisis-en-la-antropologia-social

Ilustración: Josué Rodrigo Vázquez

No obstante tan reiterada preocupación en el pasado, en nuestros días se ha abandonado esta tradición como tema de discusión sistemática, aunque sí aparecen de vez en cuando inquietudes de «reorientar» a la antropología, algunos echando mano de la filosofia (González Echevarría, 2003; Jacorzynski, 2004; Krotz, 2004), y otros preguntándose hacia dónde va nuestra disciplina, con cierta dosis de prospectiva (De la Peña y Vázquez, 2002).

Con fines de exposición, dividiré el ensayo en cuatro apartados. Los tres primeros corresponden a tres críticas que ubico en la antropología social. La primera, surgida durante la década de los sesenta y setenta, denunció el carácter colonialista de la disciplina; la segunda, que se dio a mediados de los ochenta, criticó desde una postura posmoderna la cientificidad de la antropología; la última, que ha empezado a discutirse desde los noventa, se refiere a una crisis identitaria relacionada con nuestra práctica profesional. En el último apartado presento unas consideraciones finales.

La antropología, ¿al servicio de quién?

Volvamos a la pregunta, antropología al servicio de quién. Como mencioné anteriormente, este cuestionamiento surgió a partir de la década de 1960, cuando se denunció el origen y carácter colonialista de la antropología.[3] En pocas palabras, se pusieron de manifiesto las relaciones entre conocimiento y poder, y se estableció una correlación entre corrientes teóricas y posiciones políticas, lo que resultaba en una simplista tipología sobre corrientes antropológicas con sus correlatos políticos.

A mi juicio, el error fue que la relación saber-poder se manejó sin mucho cuidado. Creo que desde nuestro horizonte actual podríamos ver el problema con nuevas luces. Ya Eric Wolf (2001a; 2001 b) nos ha demostrado que la relación entre las ideas y el poder no es mecánica. Claro que hay cierta correlación entre ambos elementos, que no debe pasarse por alto, pero las ideas no son un simple reflejo de la estructura económica, esa idea no la sostiene Wolf aún siendo marxista. Más bien, nos invita a explorar quiénes son los que producen/ manejan las ideas, en qué contextos, bajo qué fines, cómo lo hacen, etc.

Tomemos como ejemplo al culturalismo boasiano, que ha sido considerado como una corriente «tradicional», asociada al imperialismo norteamericano. Puedo imaginarme con facilidad a un culturalista únicamente preocupado por los aspectos «folklóricos» de la cultura, sin prestar mayor atención a las relaciones de poder y dominación que subyacen. Pero también a un boasiano de espíritu romántico que defiende la unicidad de las culturas, frente a los intereses homogeneizantes de diversos poderes dominantes. Lo que quiero decir, que no se puede establecer a priori una relación entre idea y poder, entre una corriente teórica y posición política.

De hecho, no debemos pasar por alto dos cosas. Primero, que el culturalismo norteamericano tiene claros orígenes románticos, provenientes de la Alemania del siglo XIX, como una reacción al proyecto ilustrado. Se defendía el particularismo de cada cultura, frente al avance de la sociedad revolucionaria francesa (Wolf, 2001a). Posteriormente, el mismo Boas fue reaccionario ante fenómenos como el racismo. Segundo, que la situación se complejiza cuando las corrientes teóricas y las ideas se difunden de un lugar a otro. Es decir, cuando reflexionamos sobre el carácter nacional de las antropologías (véase Vázquez, 2007). Para aclarar esto regresemos a México. El caso de Manuel Gamio resulta por demás interesante. Sabemos que desde que era becario de la Escuela Internacional se familiarizó con las ideas de Boas, y profundizó en ellas tras su estancia en la Universidad de Columbia. Pero el culturalismo de Gamio, tal como se practicó en México, no resultó ser una calca del culturalismo boasiano, pues Gamio se encontraba interesado igualmente de la ideología revolucionaria mexicana. El resultado fue una concepción integral de la antropología, con una fuerte intención social y de ideología revolucionaria, de las que fueron resultados obras como Forjando patria y El Valle de Teotihuacan (véase De la Peña, 1996:48,61-2). En pocas palabras, hoy resulta inadmisible decir que cierta corriente teórica corresponde simplemente a cierta posición política.

La denuncia a la ciencia y al cientificismo en antropología

Hoy en día, la pregunta de a quién sirve la antropología parece ser un tanto anacrónica. Yo preferiría no desecharla del todo, y preguntarnos con qué objetivos son financiados ciertos proyectos de investigación, ya sea por parte del gobierno, de empresas transnacionales, de ONGs y de organismos multilaterales como el Banco Internacional de Desarrollo o el Banco Mundial, entre otros. Pero ahora afloran otros cuestionamientos. Cuando en los ochentas todavía era vigente en ciertos ámbitos el cuestionamiento servicial de la antropología, ya un grupo de jóvenes antropólogos comenzaban a cuestionarse otros asuntos. Pienso en el famoso seminario de Santa Fe y en el «surgimiento de la antropología posmoderna», tal como sentencia Carlos Reynoso (1991).

Si bien la denuncia al carácter colonialista en la antropología cuestionó la idea de una «ciencia objetiva» (Terán, 1980), el posmodernismo en nuestra disciplina no sólo cuestionó a quién servía la ciencia antropológica ya su objetividad, sino a la cientificidad por sí misma, toda vez que esta implicara la existencia de meta-relatos (Lyotard, 1993). De un escenario en donde se disputaban las verdades, se pasó a otro donde la verdad no existía, o en dado caso, sólo había verdades parciales (Clifford, 1986).

Por alguna razón, que en este momento no me explico, los nuevos críticos asociaron a la ciencia con la verdad absoluta. El problema de esto es que se olvidó que uno de los principales valores de la ciencia es la crítica misma. Y me parece que esta actitud crítica se puede encontrar al menos desde Descar. tes, con modernas expresiones en las epistemologías de Marx y Durkheim, y con mayor elaboración en las propuestas de Poppery de Bourdieu.

Entonces, considero que uno de los principales problemas de esta «crítica posmoderna» es la imagen de ciencia que promueve entre nosotros. El problema no me parece menor. Desde una postura internalista, podríamos aventurarnos a decir con Savater (en Vázquez, 1992) que la «crisis» puede presentarse como una «idea-fuerza», es decir, que motiva a la acción. Desde la antropología simbólica, esto nos es familiar con el estudio de Victor Turner sobre Miguel Hidalgo como símbolo referente para la acción (Turner, 1974). Muchos antropólogos no se aventuran a conjeturar, a formular hipótesis explicativas, porque lo suyo «no es ciencia». Un símbolo muy poderoso. Aún más, se ha desarrollado una suerte de epistemología exacerbadamente subjetivista, en la cual el mecanismo de «autoridad etnográfica» -por usar jerga posmoderna-, es, ya no el «yo estuve allí», sino «esta es mi interpretación». A partir de la experiencia subjetiva, se protege el discurso de toda posible puesta a prueba.

Sucede también que esta «idea-fuerza» de la crítica posmoderna ha encontrado cobijo en otra añeja tradición que no sólo le pertenece a la antropología, sino a las ciencias sociales en su conjunto. Me refiero a la polémica entre los neokantianos sobre las ciencias nomotéticas e idiográficas, o como lo dijera Dilthey, entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu. Unas explican, las otras comprenden. Luego, la antropología sería, desde una posición moderada, una ciencia comprehensiva, y desde una postura radical (como sugieren algunos como Tyler en Reynoso, 1991; Cliflord en Reynoso, 1991), solamente un diálogo entre culturas, una simple evocación retórica de carácter comprehensivo. Como sea, se concluye que la antropología es «menos científica» que otras ciencias, o que de plano, «no es ciencia».

En cierto sentido, considero que son cientificidades distintas, con diferentes alcances y posibilidades. No me aventuraré a seguir por este espinoso camino. Sólo quiero traer a colación los excelentes trabajos de Aurora González Echevarría, quien sí ha explorado estas rutas en diversas ocasiones (González Echevarría, 1987; 2003). Una de las lecciones de González Echevarría, es la cancelación de la dicotomía entre métodos científicos y hermenéuticos (González Echevarría, 2007), en términos de que explicación y comprensión no son excluyentes, y en la antropología se han combinado de distintos modos. La antropología, nos dice González, siempre ha sido interpretativa, incluso en sus expresiones más cientificistas, toda vez que la alteridad implica un problema de inteligibilidad, que requiere círculos de comprensión hermenéuticos, González Echevarría considera que, en contra de la epistemología excesivamente subjetivista anteriormente mencionada, una interpretación se lleva a cabo formulando hipótesis sobre significados, que posteriormente se ponen a prueba (González Echevarría, s/). Por otro lado, nos insiste también en la necesidad de formular hipótesis transculturales, en las cuales usemos el corpus etnográfico como elemento de corroboración. Pero inmediatamente esto nos presenta un problema: la falta de material etnográfico para verificar nuestras hipótesis. Esto es así porque pocas investigaciones se diseñan específicamente para probar una hipótesis.

Hasta donde sé, las puestas a prueba de hipótesis -o «reestudios»- se han hecho en pocas ocasiones. Probablemente los casos más conocidos en nuestro medio sean los de Robert Redfield y Oscar Lewis por un lado, y el de Margaret Mead y Derek Freeman por el otro. Ambos casos han sido motivo para considerar que la antropologia está em crisis (Kroz, 2004; Rutsch, 1992), pero creo que este asunto se puede pensar de diversas maneras.

Una de las vetas de reflexión posibles es la de la subjetividad del antropólogo, uno de los temas pivote de la antropología posmoderna, que aún sigue vigente y que está ganando terreno en la currícula de varias universidades. Ocurre que tampoco ha habido mayor crítica. Para detenerme por un momento en este punto, me parece sugerente mencionar los recientes trabajos del Dr. WitoldJacorzynski, quien desde su declarada postura Wittgensteniana, se ha aventurado a criticar tanto a la antropología «clásica», como a su corriente posmoderna, incluyendo el problema que supone el antropólogo como «sujeto (Jacorzynski, 2004; 2006).

Jacorzynski distingue entre dos posturas más amplias y comprensivas, la «realista» y la «constructivista», y analiza los casos de Bronislaw Malinowski, quien pertenece a la primera posición, y de Cliflord Geertz, Pierre Bourdieu, Roger Bartra, Peter Wade y Stephen Tyler, que se ubican en la segunda (véase Jacorzynski, 2004:71-102). La posición constructivista, nos dice Jacorzynski, tiene como supuesto que «el objeto no se presenta al antropólogo en toda su pureza: es o bien inventado o bien construido por el investigador» (Jacorzynski, 2004:71). Es a partir de este supuesto que Jacorzynski retoma el dilema de Wittgenstein de por qué algo se «ve como algo»,

Hasta cierto punto, la selección de Jacorzynskinos ayuda a comprender, las disidencias entre Redfield-Lewis, y MeadFreeman. Se puede alegar que los autores no compartíanjergas profesionales (Bourdieu), que emplearon distintos estilos narrativos (Geertz), que lo escribieron en diferentes momentos históricos y políticos (Bartra; Wade), e incluso, que las «enfermedades» de sus culturas eran otras (Tyler). Pero todo se explicaría en función del sujeto-antropólogo. Este tipo de ideas explica por qué Redfield vio una cosa y por qué Lewis vio otra, por ejemplo. Si bien dichas reflexiones son necesarias, creo que no tocan uno de los problemas de fondo, que puede parecer obviedad: la realidad sociocultural cambiante. El Tepoztlán de Redfield no era el mismo que el de Lewis no sólo en un sentido subjetivo, sino también en uno objetivo.

¿Acaso hay una salida para este problema? Me parece que sí, o al menos se puede intentar. Siguiendo de nuevo a González Echevarría, ella nos sugiere la reflexividad en el momento de diseñar hipótesis, especificar a qué campos son aplicables, a qué regiones, a qué problemáticas. Reflexionar sobre en qué condiciones se formula una hipótesis, y a qué condiciones pueden ser aplicadas y a cuáles no. Esto tiene un presupuesto implícito, la creencia de que en la realidad existen determinadas estructuras, instituciones, áreas culturales o tipos comunes, a los que caben aplicarse cierto tipo de hipótesis. No se espera que la aplicación sea mecánica, pero sí que de lugara la comparación.

Sobre este punto ha llamado la atención otro antropólogo que también ha recurrido a la filosofía de la ciencia y a la de Ernst Bloch, Me refiero a Esteban Krotz (1995) cuando habla de la «crisis permanente» de la antropología. El problema tiene diversos aspectos, tanto ontológicos y epistemológicos como sociológicos. En primer lugar, el carácter dinámico, siempre cambiante de la realidad sociocultural implica una renovación constante de postulados, o cuando menos, su revisión sistematizada. Por ello se puede decir que la antropología está en «crisis permanente». Pero por otro lado, dado que la antropología es un «proceso de producción cultural», no se puede afirmar simplemente que lo que está en crisis es un paradigma o un sistema de enunciados, sino los diversos elementos constitutivos de la antropología: desde el sistema político nacional, hasta sus instituciones e investigadores. Tengamos esto en cuenta para nuestras reflexiones ulteriores.

La pertinencia social de la antropología

A pesar de todo lo anteriormente mencionado, la pregunta «antropología, al servicio de quién?» parece adquirir una nueva forma en nuestros días: «¿Cuál es la pertinencia social de la antropología?», cuestión que emerge en un contexto académico en el que se ha hecho más patente la lógica de mercado.[4] También nos encontramos con una curiosa coincidencia. A mediados de la década de los noventa, Cris Shore y Ahmed Akbar, junto con un grupo de antropólogos y otros científicos sociales, se preguntaron por el futuro de la disciplina (Akbar y Shore, 1995), tal como lo hicieron J. Grigulevich y otros en décadas anteriores. Llama la atención que junto con la pregunta por el futuro de nuestra disciplina, Shore se preocupara también en ese entonces por la «crisis de identidad de la antropología (Shore, 2006).

Esta crisis no es ajena a las dos anteriores, se encuentra bien relacionada con ellas. No obstante, se presentan nuevos problemas, por demás alarmantes. Algunos de ellos son los que conciernen a la imagen pública y visibilidad de la antropología, ambos implicados en una crisis identitaria de nuestra disciplina. Esta crisis, podría entenderse a la luz de al menos tres procesos. El primero es que, como ha observado recientemente Guillermo de la Peña, la pérdida de visibilidad de la antropología se debe a la «pluralidad creciente de la sociedad mexicana» así como a su pluralización política (véase Morales y Velasco, 2007:69-71). El segundo se relaciona con la primera crisis aquí mencionada, la denuncia al carácter colonialista de la disciplina. A esta crisis siguió una etapa post-crisis caracterizada por una renovación de la antropología, con nuevas temáticas de estudio y corrientes teóricas. No obstante, la antropología, en cuestión de imagen pública, siguió y sigue siendo «prisionera de su pasado» (Shore, 2006:59). Es decir, en el caso de Inglaterra, desde donde Shore escribe, se le sigue relacionando con el colonialismo, y en nuestro país podemos decir que se le asocia con dos instituciones gubernamentales, el INAH y el INI. En pocas palabras, hubo un cambio en la práctica antropológica, no así de su imagen pública.

El tercer proceso viene desde la década de los setenta del siglo XX, en el que la antropología se ha caracterizado por una sobre-academización, en la que «muchos académicos escriben para otros académicos más que para el público fuera de la academia» (Shore, 2006:60; vertambién Vázquez, 2002; Sariego, 2004). Estos valores academicistas tienen fuertes soportes e impulsos institucionales con las políticas de educación superior e investigación y sus jerárquicos tabuladores de puntos, en los que se privilegia la publicación «especializada» antes que la de divulgación (Sariego, 2004; Vázquez, 2002; 2006).

Esto ha tenido graves repercusiones. Como bien dice Shore, «en términos de credibilidad pública, la antropología tiene muy poco de que presumir» (Shore, 2006:61). Por otro lado, como ha indicado Luis Vázquez, estos valores academicistas tienen serias repercusiones en el ámbito laboral, toda vez que la academia empieza a ser un campo más saturado y restringido. Ante este problema laboral, se han generado algunas estrategias alternativas por parte de los nuevos profesionistas, como cambios en la identidad disciplinaria por parte de los egresados, quienes emplean otras etiquetas profesionales para entrar al campo laboral, cada día más competitivo. Esto no deja de generar angustias existenciales entre los estudiantes (Krotz, 1992; Sariego, 2001; Shore, 2006:59). A esto añadamos que la competencia aumenta, no sólo en la disciplina, sino también fuera de ella, pues cada vez más diversos especialistas se ocupan de temas «típicamente antropológicos» (Krotz, 2004; Reygadas, 2004).

Es cierto que en nuestro país este academicismo ha sido criticado ya desde hace unas décadas. Un caso notable fue el llamado de atención de Guillermo Bonfil (1995;2005) sobre el rumbo que estaba tomando la antropología mexicana, ofreciendo una propuesta alternativa en su México profundo[5]. También fuera de la disciplina se han hecho críticas, como la proveniente de Gabriel Zaid (2007), quien en su acusación de que nos hemos «adueñado de la cultura», de paso también nos critica nuestro encerramiento en la academia.

En este sentido, resulta necesario generar canales de comunicación entre el sector académico y el sector «no académico» de la antropología, entre los cuales existe un gran vacío comunicativo (Krotz, 2006), así como entre nuestra disciplina y la sociedad en general. Siguiendo las recomendaciones de De la Peña, es necesario también fortalecer nuestras asociaciones gremiales” y el apoyo de las instituciones académicas para la participación en debates públicos (Morales y Velasco, 2007:71).

Consideraciones finales

Mencioné que las tres crisis aquí presentadas se relacionan. Considero que la primera crítica implicó una transformación en el sentido de hacer antropología, pero no hubo mayor reflexión sobre las condiciones en las cuales se practicaría esta nueva antropología, como en alguna ocasión se le llamó. Menos se pensó en su imagen pública, de ahí que deviniera la «crisis identitaria», en un contexto academicista y políticamente plural. Del mismo modo, la segunda crisis, es decir, la deconstrucción a la antropología como ciencia ha tenido repercusiones sobre lo que la antropología puede ofrecer actualmente. Es decir, no nos aventuramos a formular hipótesis, no ensayamos explicaciones de carácter causal, no nos atrevemos a decir qué genera cierto fenómeno sociocultural, y eso nos ha costado, pues otras disciplinas sí han decidido hacerlo, y nos están ganando terreno.

Ahora, pensando específicamente en la primera y tercera crisis, han sido pocas las críticas, ya no decir denuncias, a los nuevos poderes a los que nos enfrentamos. Pienso en uno de los más inmediatos, los administradores de la ciencia. ¿Acaso hemos pensado en qué «tipo de antropología se está generando bajo estos nuevos sistemas de evaluación? Creo que no, y simplemente hemos aceptado de manera dócil seguir las reglas de su juego.[6]

Es en este tenor que estimo necesario renovar aquella tradición de reflexión sobre nuestras «crisis». Pues estas «crisis» surgieron de coyunturas en esencia históricas, de fuerte denuncia a la antropología, muchas veces bajo supuestos que desde nuestro horizonte actual consideramos superados, como he querido demostrar. Con todo, estas crisis se han traducido en valores, normas, intereses, actitudes y prejuicios que hoy hemos heredado e incluso practicamos a diario, sin pensar en los costos que tienen para nuestra práctica profesional. Por ello la necesidad de la reflexividad científica, en el sentido de Bourdieu. Es decir, no como reflexión narcisista posmoderna o como reflexividad egológica de la fenomenología, sino como análisis de las condiciones de producción de conocimientos (Bourdieu, 2003). Una comprensión crítica de nuestra ontología, como propuso alguna vez Palerm, me parece una ruta viable para ejercer dicha reflexividad científica.

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Notas

[1] Una versión anterior de este ensayo fue presentada como ponencia en el XVII Congreso Nacional de Estudiantes en Ciencias Antropológicas, llevado a cabo en la ciudad de Toluca en agosto de 2007. Agradezco a Daniela Reyes Lara por la amable invitación que ne extendió para publicar la ponencia, así como a José Luis Lezama Nuñez por los comentarios y críticas que realizó a dicha versión. En buena medida sus observaciones fueron retonadas, pero asumo la responsabilidad de lo aquí planteado.

[2] Véase por ejemplo, Arboleyda y Vázquez, 1977; García Mora y Medina, 1983 y 1986; Krotz, 1992a; Warman et al, 1971.

[3] Por ejemplo los trabajos de Kathleen Gough sobre la antropología hija del imperialismo o de Jean Copans, Anthropologie et impérialisme (1975). Por otro lado, el J. Grigulevich (1976:7) documenta algunos casos anteriores a la década de los setenta, por ejemplo, La etnografia anglonorteamericana al servicio del imperialismo de 1951. Ver también para un panorama general de esta discusión Kroz (2004:17-48),

[4] Aunque en fechas recientes, Gilberto López y Rivas nos ofrece de nuevo un cuestionamiento sobre a quién sirve la antropología, «Hoy más que nunca debemos preguntarnos qué antropología? y para qué los antropólogos Sigue vigente la disyuntiva: ex parte popul o ex parte principi (López y Rivas, 2007:54).

[5] Sobre el llamado de atención que realizó Bonfil, véase Llanes, 2007.

[6] Al respecto, Marcelino Cercijido, investigador del CINVESTAV y miembro del Consejo Consultivo de Ciencias de la Presidencia de la República, realiza una aguda crítica: «nuestros administradores exigen dicha regularidad a nuestra comunidad, con el resultado de que los investigadores se tienen que refugiar en una investigación achatada, predictible, propia de la producción de ropas y salchichas, y rara vez se animan a embarcar en proyectos creativos y profundos» (Cereijido 2007). Desde la antropología han sido escasas las críticas a la relación de la antropología con los «nuevos poderes, pero puede verse Krotz 1992b y Vázquez 2002 y 2004.